La quiebra de Borders, una de las cadenas de librerías más importante de los EE.UU. está generando distintas reflexiones acerca del futuro de los establecimientos tradicionales, los llamados “de ladrillo y cemento”, y una de esas ideas se relaciona con la triste convicción de que la gente ama las librerías pero no lo suficiente como para seguir acudiendo a ellas a comprar libros.
En esa línea se mueve el artículo del colaborador de The Economist, Próspero, que en su blog se autodefine como “un experto en el poder de los libros y las artes” que arranca justamente con el tema de la quiebra de Borders.
Próspero –en honor del héroe de Shakespeare en "La tempestad"– asegura que para describir los problemas de las librerías de ladrillo y cemento solo hay que unirse al lamento fúnebre. “Todo el mundo sabe la melodía –asegura Próspero– las ventas en las librerías han caído porque la gente hace sus compras on line o se descarga los libros en sus eReaders”. Igualmente añade irónicamente que las librerías ahora pueden ser estupendos lugares para remolonear y echar un vistazo pero es en internet donde están las ofertas.
Después de detallar el proceso que ha llevado a Borders a la quiebra, Próspero destaca el importante papel que ha jugado este colosal imperio de los libros al haber situado librerías en pequeños pueblos o suburbios de los EE.UU. donde los lectores estaban limitados a lo que, con suerte, tuvieran a su alcance en alguna gran superficie.
Refiere el relato de un amigo suyo, criado en Texas, que se enfadaba cuando los neoyorquinos renegaban de librerías como Borders. Cuando una de esas librerías de varios pisos se instaló en su ciudad natal, no podía creer su suerte. Comenta que en los grandes centros urbanos es fácil encontrar lugares amables donde comprar los libros, coquetear con los ratones de biblioteca o escuchar a los autores que visitan las librerías.
Del mismo modo, establecimientos como Borders han proporcionado espacios poco comunes libres de presión para los aficionados a los libros en lugares alejados, aunque sea en centros comerciales.
También cree Próspero que a veces el problema ha sido justamente ese precioso espacio “libre de presión”. Ahora que estas librerías están cerrando –añade el columnista–, los periódicos locales se lamentan de la pérdida aun cuando describen clientes poco dados a abrir la billetera. Lo cierto es que muchos van allí a tomarse un café o encontrarse con amigos o toman un libro de la estantería y vuelven a dejarlo ahí después de leérselo entero, por no hablar de los jóvenes aficionados a los cómics que los leen agazapados en los pasillos de la tienda pero no los compran.
Por último Próspero se pregunta si la solución no pasaría por convertir las librerías en lugares subsidiados por los impuestos, donde la gente pueda quedarse, hojear los libros, pero solo tomarlos prestados por un período limitado de tiempo, “que –ironiza–podríamos llamar bibliotecas ¡qué demonios!”. |